El gran constructor del Real Zaragoza más laureado fallece a los 89 años y deja un legado incomparable
Avelino, a la derecha, junto a Nino Arrúa.
Si a Avelino Chaves le hubieran dejado elegir el día de la semana en el que irse de esta tierra aragonesa y zaragocista que hoy ya le echa de menos, seguramente hubiese esbozado una medio sonrisa, y, sin contestar, se hubiera girado dentro de su abrigo para seguir pensando en sus cosas, es decir en el fútbol. Pero nos ha dejado en domingo, cuando antes de que la codicia hiciera de este deporte un espectáculo de consumo diario era la fecha de los partidos, una gran fiesta que concentraba todas las pasiones en apenas unas horas. Que no respondiera a la pregunta no quiere decir que no lo pensara o lo deseara, porque Avelino hablaba más por lo que callaba que por lo que decía, consciente de que los diez mandamientos de su profesión se reducían a uno, la discreción. Antes de ser secretario técnico del Real Zaragoza, fue jugador y Pichichi en el club al que hizo grande desde que en 1963 el presidente Waldo Marco le convenciera para el cargo de asesor. Futbolista veloz por sus condiciones atléticas, una grave lesión sesgó su carrera con tan solo 27 años, pero este gallego de Verín (Orense) le dio mucho más a la institución por su olfato como cazador de jugadores.
Después de colaborar con la leyenda de Los Magníficos, construyó equipos memorables como el de los Zaraguayos, el que puso en manos de Leo Beenhakker y, cómo no, el de la Recopa. En un segundo plano, elaboró con fiel pulso de amanuense miles de informes, recorrió el mundo desde Sudamérica a Turquía para observar jugadores y firmó no pocos contratos casi en la clandestinidad, como solo se podía hacer en aquellos tiempos en los que el scouting consistía en la intuición y la astucia. Sin tecnología, ni intermediarios caníbales y con las imágenes justas para sacar una primera impresión, Avelino y su inseparable libreta tomaban un vuelo al que le falló el tren de aterrizaje y se estampó contra la playa o en dirección a un partido en Asia donde antes de empezar sacrificaban una cabra entre la catarsis enfurecida de un estadio poseído de aficionados. Se reía por lo bajo, hacia adentro, con esos recuerdos.
Extremadamente reservado y, a la vez, con un trasfondo humano cristalino por su amabilidad y ternura, recordaba a esos héroes silenciosos del cine negro que no son lo que parecen ni parecen lo que son. Chaves cuidaba cada detalle como quien transporta porcelana china y activaba su portentosa capacidad de observación con ojo de halcón. En su lista de grandes operaciones deportivas y, a la larga, económicas figuran nombres como los de Pichi Alonso, Valdano, Barbas, Amarilla, y, cómo no, Arrúa, fichado en el cénit de su carrera y mentor de Diarte. El paraguayo, capitán de su selección, era una estrella. Era un 10 cuando ese dorsal, el de la perfección, se entregaba a los auténticos líderes.
Cuando coincidías con este personaje enciclopédico en la ciudad deportiva o en los viajes del equipo, siempre dejaba a su paso el perfume del fútbol. No faltaban en sus bolsillos insignias del Real Zaragoza para regalar a los hinchas de otras ciudades. Muchos no sabían que ese tesoro simbólico se lo estaba entregando el artífice, seguramente, del amor a un equipo, a una entidad, a la que dotó de esa personalidad tan atractiva y respetada. El último capítulo de su mayúsculo legado fue estar al lado de Pedro Herrera y Víctor Fernández para tejer con su sabiduría y conocimientos la plantilla que conquistó París el 10 de mayo de 1995. Entre aquella constelación de jóvenes y flamígeros jugadores y entrenadores, Avelino Chaves ejercía de consejero y de diplomático enlace con el vestuario. Se ha ido este domingo frío y nevado de enero. Qué mejor día para despedir al hombre que, enfundado en su eterno abrigo y en su entrañable prudencia, vistió de elegancia la historia del Real Zaragoza. Sin querer reinar, al servicio del club.
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