A estas fiestas beatas no les daba ya importancia alguna. Hasta llegaban a cargarme y producir el sarpullido de la celebración oficializada. Solo compensaba por poder coincidir con amigos y familiares y acabar con la bandeja de polvorones antes del bombardeo de langostinos (perdón de antemano a las personas que lean esto y no se siente identificadas en nada, que carezcan de este tipo de lujos emocionales o gastronómicos porque la vida o las circunstancias les han dejado en el arcén). El covid y sus restricciones, sin embargo, han hecho que añore la Navidad más que Bing Crosby:
(El sol está brillando
La hierba es verde
La naranja y las palmeras se mecen.
Nunca he visto un día así
en Beverly Hills de Los Ángeles.
Pero es el 24 de diciembre
Y estoy deseando llegar al norte)
No tanto las navidades anteriores a la pandemia como aquellas que vestían de luces y villancicos la infancia. Posiblemente todo lo que tenga que ver con esa etapa de la vida, se magnifica cuando ha pasado por el filtro amarillo de los años, pero he vuelto al cobijo de aquellos pinos engalanados hasta la estrella cenital; al belén con ríos de papel de aluminio y pastorcillos donde solía colarse algún soldado de plomo por fuga sospechosa de figuras; a las mariposas de nieve en el estómago que te hacían sentir feliz sin porqués; al pobre Papa Noel, que por entonces era un rookie que se promocionaba con una ridícula carcajada.
Nacía el niño en el portal y se atragantaban las campanadas en el gaznate en forma de uvas. No obstante, el día por excelencia era la noche de los Reyes Magos cuando los Reyes Magos entraban hasta el salón con dromedarios y pajes para darse un lingotazo de anís y dejar los regalos. Y no, no eran los padres, sino una comitiva homologada del dorado oriente. Te levantabas por la mañana sin haber dormido, con la inquietud de coincidir aún con un rezagado de sus majestades y los ojos como dos luceros.
Y ahí estaba frente a ti la única razón de ser, justo lo que habías pedido en una carta de doce folios con el matasellos de la fantasía. Un balón rojo de fútbol con sus costuras hechas a mano y una piel con caducidad al primer partido. Un pelota firmada por Junquera, Zoco, Sanchís, Pirri, Velázquez, Amancio, Grosso, Gento... Miles de lunas después, un virus me tiene confinado en la añoranza, preso en la melancolía. Solo con mis fantasmas. Cenaré estos días con ellos, brindaremos, les abrazaré con besos antes de hacerles trampas al bingo, Y al final, jugaremos un partido con Bing Crosby al piano.
(Estoy soñando con una Navidad blanca
Con cada tarjeta navideña que escribo.
Que sus días sean felices y brillantes.
Y que todos tus Navidades sean blancas)
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